Una radio encendida. Una casa habitada por silencios, por tensiones que todavía no se dicen. Una visita que llega y desacomoda todo. La teoría del desencanto, escrita y dirigida por Julieta Otero, transcurre en la década del ochenta, pero lo que vibra ahí no es pasado: es presente recalentado. El regreso de la democracia todavía es frágil, el debate sobre la ley de divorcio flota en el aire, y el discurso sobre el amor empieza a resquebrajarse, entre reformas legales y mandatos que siguen intactos.
En el departamento de Francisco y María, la Tana ya se mueve con naturalidad: prepara el pesto, comenta, circula como si nada pudiera alterarla. La escena parece cotidiana, pero hay algo que no encaja. Las frases se pisan, las miradas se esquivan. En medio de esa fragilidad apenas disimulada, Francisco hace entrar a Toni. No era parte del plan. No fue anunciado. Toni es el ex de María, su compañero de trabajo, un escritor consagrado. Su sola presencia recalienta el aire. Lo que iba a ser una cena se convierte en terreno movedizo. Francisco también escribe, pero su nombre no circula. Toni, en cambio, está en todas partes. La tensión, hasta entonces latente, empieza a hacerse visible en los cuerpos. Algo se desajusta. Algo empieza a temblar.
Y entonces ese “algo” se desplaza. Lo que hasta ese momento era solo incomodidad se transforma en otra cosa. El comentario que incomoda. La mirada que desautoriza. La broma que ya no causa gracia. Francisco no se siente visto, y en lugar de retirarse, avanza. Se impone. Necesita ordenar el mundo a su favor. Lo que empieza como sarcasmo termina como amenaza. La violencia se encarna. Se instala en la escena como una presencia muda, pero tangible. Hay peligro. Aunque él crea que no.
Ahí la obra da un giro. Lo que parecía el drama de una pareja se revela como síntoma de algo mayor. Ya no se trata de amor ni de celos, sino de estructura. De cómo una forma de vincularse puede reproducir, en lo íntimo, los mismos mecanismos que sostienen el poder en lo público. Francisco no soporta el deseo ajeno, la autonomía, la posibilidad de no ser el centro. Y lo más inquietante: no busca amor, ni siquiera reconocimiento. Lo que necesita es confirmar su sospecha. Validar esa hipótesis que construyó en silencio: que ella ya no lo elige, que hay algo por detrás, que él tiene razón en desconfiar. Y en ese movimiento —cerrado, defensivo, asfixiante— la violencia se activa.
Poner en escena esta obra hoy —en 2025— no es un gesto nostálgico. Es una advertencia. Situarla en los años 80, con sus objetos, su estética, su radio encendida, es hacer visible una época que sigue filtrándose en el presente. Ese tiempo funciona como umbral: entre la promesa de lo nuevo y la persistencia de lo viejo. Entre el divorcio como posibilidad legal y la imposibilidad real de decir adiós. Entre la democracia incipiente y el deseo frustrado de revolución. Los cuerpos hablan desde ahí: desde esa grieta donde algo quiso cambiar, pero que nunca se terminó de romper. Donde el pasado insiste. Donde la historia se repite, apenas disimulada.
Pero lo más feroz es que el desencanto no se quedó en esa década. Hoy se volvió condición. Está en los vínculos rotos que se maquillan con citas rápidas. En las parejas que no se escuchan porque ya están pensando cómo responder. En los discursos de cuidado que enmascaran control. En la necesidad de ser visto como forma de existir. El amor, ahora, es performance. El deseo, algoritmo. Y la incomunicación, política de Estado.
Otero escribe con precisión quirúrgica. La puesta no dramatiza: deja filtrar. El guion no exagera: corta. Lxs intérpretes encarnan sin subrayar. La violencia, como la tensión, crece como crece siempre en las casas: entre platos lavados, manuscritos sin terminar y silencios que dicen más que cualquier línea.
La teoría del desencanto deja algo claro: el pasado no se fue, solo cambió de forma. Sigue hablando entre dientes en cada vínculo, cada miedo, cada necesidad de que el otro nos complete algo que no sabemos nombrar. Se instala. Se repite. Se hereda. Y después, alguien sirve la cena como si nada hubiera pasado.