“No se trata de estar en contra de la felicidad. Se trata de estar en contra del mandato de ser feliz”. Sara Ahmed escribió La promesa de la felicidad como quien lanza una piedra contra el espejo pulido del optimismo obligatorio. Feliz día, el nuevo espectáculo de Los Sutottos, parece recoger esa piedra y jugar con sus astillas. Con su característico humor absurdo, la obra no se burla de la felicidad, sino de su imposición: esa exigencia de alegría constante que convierte la vida en una competencia emocional y la incomodidad en una falla personal.
Dos hermanos mellizos cumplen 40 años. Viven con su madre, repiten frases motivacionales, se desean felicidad a los gritos. El problema no es que no lo consigan. El problema es que tienen que lograrlo sí o sí. En una escena cargada de patetismo hilarante, el deseo se vuelve mandato, y la sonrisa, un gesto tenso, casi doloroso. Porque en el universo de Los Sutottos, la alegría está reglamentada, organizada, protocolarizada. El resultado es brillante: una crítica feroz —y profundamente contemporánea— al imperativo de bienestar disfrazada de comedia absurda. Una risa que incomoda, porque del otro lado del chiste está la exigencia real de ser felices, cueste lo que cueste.
Como en otras de sus obras, Caminos y Sztryk exageran lo cotidiano hasta que se vuelve ridículo. Pero detrás del ridículo aparece lo verdadero. La obra funciona como una radiografía absurda —y dolorosamente lúcida— del imperativo de la alegría. “Sé feliz”, “Sonreí”, “Vibrá alto”: las frases que inundan tazas, posteos y agendas configuran el nuevo catecismo de una época que no tolera el malestar. Pero ¿qué pasa cuando estar triste se vuelve un fracaso? ¿Qué hacemos con el cansancio, la angustia, el desencanto? ¿Dónde ponemos todo eso que no vibra alto?
Retomando las hermosas palabras de Ahmed, para la autora el mandato de la felicidad funciona como un dispositivo de control: orienta nuestras vidas, define lo que vale la pena, margina lo que incomoda. En Feliz día, esa promesa se revela imposible. Y eso es, quizás, lo más radical de la obra: que se anima a poner en escena el fracaso de un ideal que nos persigue todo el tiempo. Porque ¿qué se espera de un cumpleaños si no es alegría? ¿Qué pasa si ese día no queremos brindar, ni cantar, ni fingir entusiasmo?
Los Sutottos no caricaturizan: exageran para señalar. Su estilo —afinado a lo largo de veinte años de trayectoria— combina el gag físico con una dramaturgia precisa que sabe dónde incomodar. La risa que provocan no anestesia, sino que deja una huella. Porque nos reímos de esos dos hermanos en crisis, pero también nos reconocemos: en la contradicción entre lo que queremos y lo que debemos querer, en la ansiedad por no arruinar el momento, en esa frase de consuelo que se convierte en mandato.
En este paisaje, la figura de la madre funciona como un personaje tan amoroso como opresivo. Es la que sostiene la casa, pero también el ideal imposible de armonía familiar. No es casual que vivan con ella: es una infancia prolongada, una madurez negada, un lugar donde el deseo no termina de emanciparse. Todo intento de alegría está contaminado por el deber de estar bien.
La escenografía simple, casi doméstica, refuerza esa atmósfera de encierro emocional. No hay escape: la felicidad tiene que ocurrir ahí, entre tortas, papel picado y discursos forzados. Y si no ocurre, entonces hay que fingirla. Porque no se trata de sentir, sino de performar. Feliz día exhibe ese performance, la desarma, la vuelve grotesca. Y en ese gesto, nos da permiso para pensar otra cosa.
Estamos frente a una fiesta fallida. Pero en ese fracaso hay una forma de verdad que desarma. Porque muestra que no siempre se puede. Que está bien no estar bien. Y que, en un mundo obsesionado con vibrar alto, a veces la risa más genuina nace del reconocimiento de nuestra propia incomodidad.