Hay obras que no se ven: se sienten en la piel. Ojos látigo es de esas piezas que no se dejan atrapar con la mirada: te arrastran, te sacuden. Es cuerpo, sudor, roce. Es una invocación que se baila. Un intento casi desesperado por no dejar que el olvido lo borre todo.
Un grupo de amigxs se reúne en una esquina cualquiera. O no tan cualquiera. Una esquina donde algo se rompió. Donde un amigo ya no está. Y, sin embargo, ahí están: dispuestxs a invocar su presencia, a recordarlo con lo que tienen a mano. Las palabras, sí. Pero también la música, el ritmo, los cuerpos. Como si el lenguaje ya no alcanzara. Como si solo el cuerpo pudiera decir lo que duele, lo que falta.
Detrás de todo, como testigo silente, una foto. Una imagen fija pegada en el fondo de la escena. Los cuatro amigxs y ese quinto que hoy falta. Una imagen que ancla la memoria. Que confirma que todo eso sucedió. Que hubo risas, abrazos, tardes compartidas. Esa foto funciona como faro, como umbral: nos recuerda que lo que vemos en escena no es pura ficción. Es un ritual para mantener vivo algo que el tiempo no pudo borrar.
La dirección de Leticia Coronel convierte esa esquina en una geografía afectiva. Un barrio que podría ser cualquiera, pero que es también todos. Porque en esas calles reconocemos la infancia, el juego, el kiosco, el potrero, las risas hasta tarde. La obra trabaja con lo barrial no como decorado, sino como pulso vital. Y ese pulso está marcado por la música: que sube y baja, que envuelve a los cuerpos, que marca el compás de una memoria compartida.
En Ojos látigo, el duelo no se llora: se perrea, se grita, se sacude. La música no está para adornar: es el canal que permite que la invocación suceda. Cada ritmo abre una puerta al recuerdo. Cada canción trae de vuelta algo que se creía perdido. La pista de baile se vuelve altar. Una esquina que se transforma, que se expande, que se hace cancha, velorio, ritual. Un lugar donde lo cotidiano se vuelve sagrado. Donde lo que ya no está puede, aunque sea por un rato, volver.
El elenco (Julián Vila Graca, Mathias Percat, Matías Coronel y Vicente Pérez) habita esa fisicalidad de manera constante. No hay personaje sin cuerpo. No hay cuerpo que no diga algo. Los gestos, los desplazamientos, la respiración: todo está en escena, todo es material sensible. La amistad se construye así, como una danza a cuatro. Una coreografía urgente para no olvidarse de amar.
Ojos látigo es una constelación. Una invocación física y colectiva. Un manifiesto sobre el poder del cuerpo para recordar, sobre la amistad como conjuro, sobre la pertenencia como raíz Porque hay ausencias que duelen tanto, que lo único que podemos hacer es no dejar de movernos.
Y mientras miraba esa foto en el fondo de la escena, no podía dejar de pensar en las esquinas de mi infancia. En los grupos con los que crecí, con los que aprendí a decir “nosotrxs”. En esos pequeños colectivos que nos armaban antes de tener siquiera un lenguaje propio. Tardes eternas en la vereda, complicidades sin nombre, juegos que se inventaban al pasar. Hoy, todo eso parece desdibujado.
En un presente donde la inseguridad, la desigualdad y el miedo recortan cada vez más el espacio de lo público, el barrio dejó de ser sinónimo de refugio. Las nuevas infancias no siempre pueden vivir la calle con la misma inocencia. No se improvisan juegos, no se arma una ronda sin que primero aparezca la alerta. Y en ese contexto, Ojos látigo no solo habla de una ausencia individual, sino también de una pérdida colectiva: la de un tiempo donde lo compartido era posible, donde jugar era seguro, donde el cuerpo no estaba en estado de vigilancia permanente.
Ver la obra fue también tocar esa herida. Sentir que algo de esa comunidad barrial todavía late, aunque sea en escena. Que el teatro puede invocar lo que se está perdiendo. Y que recordar no es solo un acto de nostalgia, sino una forma de resistencia.
Ojos látigo no solo invoca a quien ya no está. También nos convoca a nosotrxs. A no olvidar que fuimos cuerpo, esquina, pandilla, canción.
Y que mientras haya alguien que baile, no todo está perdido.
Porque en esa ronda, aunque ya no estemos todxs, algo vuelve a latir.