Plot empieza como un drama íntimo, pero en seguida deja claro que no quiere contarnos una historia: quiere hacernos dudar de todas. Una mujer (Valeria Correa) ve una película en un televisor viejo. La luz azulada le baña la piel húmeda tras la ducha. Su ex (Nicolás Gimenez) llega con la hija. Conversan, se tantean. Se encienden. Entran en la cama como si todavía pudieran reconocerse. Pero ese encuentro, breve y cargado de electricidad, no alcanza a estabilizarse: pronto será otra cosa.
La escena siguiente desarma el pacto realista con el que comenzó la obra. Unos hombres —¿ladrones?, ¿extras?, ¿técnicos?— irrumpen y los atan. Pero no buscan dinero ni venganza. Quieren filmar. El hogar se convierte en set. El living en locación. Ellxs en personajes. La ficción irrumpe sin pedir permiso. No se trata solo de una puesta en abismo: es una fractura total del verosímil. Lo que parecía una historia sobre el deseo y la pérdida se convierte en una maquinaria escénica que absorbe todo.
Plot, escrita y dirigida por Valentino Grizutti, despliega una arquitectura narrativa que no busca sostener un relato, sino tensionarlo hasta quebrarlo. La protagonista no sabe si está viviendo una situación, protagonizando una escena o interpretando a otra que ya vio, quizás en esa película sin nombre que miraba minutos antes. La imagen fílmica contamina la experiencia. Se cuela en su cuerpo, en su voz, en su gesto. Y lo vuelve otro. La mujer ya no es solo ella: también es esa femme fatale que actúa o ensaya o copia o imagina.
Esa multiplicidad de capas se sostiene con precisión quirúrgica en la puesta. La casa deviene set, el deseo se convierte en escena, y lo íntimo se ve expuesto a una mirada que no es la del público, sino la del aparato técnico. El teatro ya no busca conmover, sino capturar. Como si la función del actor ya no fuera representar un personaje, sino prestarse a una lógica externa, industrial, casi pornográfica, de producción de sentido.
La protagonista está en peligro, pero no sabemos bien de qué. ¿Del equipo de filmación? ¿De su ex? ¿De sí misma? ¿De esa película sin título que empezó a mirar y que ahora parece haberla poseído? El temor no es por su integridad física, sino por algo más profundo: por su autonomía narrativa. Algo la está escribiendo. Algo la está dirigiendo. Ella ya no es ella, o quizás es todas.
Y en ese “algo” se juega la potencia de esta obra. Porque no se trata solo de un juego de espejos entre cine y teatro, sino de un diagnóstico: hoy todos actuamos frente a cámaras. Hoy todos somos personajes de una ficción que no escribimos. Hoy el teatro, si quiere resistir, no debe buscar lo real, sino exponer la trampa del artificio.
Plot no plantea una historia. Plantea una condición. Una forma de existencia donde los cuerpos ya no se habitan, sino que se editan. Donde la mirada externa opera como guion invisible, y el deseo ya no se actúa: se produce. La protagonista no se escapa, no se emancipa. Queda ahí, dentro del mecanismo, vibrando entre capas que no puede distinguir ni controlar. No hay afuera, no hay autenticidad posible. Solo una acumulación de gestos y escenas que la modelan, que la doblan, que la ponen a actuar sin fin.
Y quizás lo más perturbador sea eso: que ya no sabemos qué quiere ese cuerpo. Si actuar, si recordar, si resistir, si entregarse. Lo único que queda claro es que ya no puede detener la máquina. Y que nosotros, espectadores, también somos parte del dispositivo.